lunes, 22 de abril de 2013

Manchester United y Bayern, la final más cruel

El 26 de Mayo de 1.999 se disputaba en el Camp Nou la final de la Champions entre Manchester United y Bayern de Munich. Dos equipos habituales en esos logros, dos grandes del fútbol europeo, que parecían ante una final más de la máxima competición europea. Nadie imaginaba que esa final iba a regalarnos uno de los desenlaces más espectaculares y, al mismo tiempo, cruel de la historia de la Copa de Europa.

El Manchester United, a la postre campeón, arrancó su competición en la fase previa, allá por el 12 de Agosto, eliminando por un global de 2 a 0 al LKS Lodz polaco. Ambos finalistas habían coincidido en la fase de grupos, donde, casualmente, también coincidieron con el anfitrión de la final, el F.C. Barcelona, a quien eliminaron. Los dos partidos disputados entre ambos en esa liguilla acabaron en empate, a dos goles en Munich y a uno en Manchester. El Bayern pasó como primero de ese grupo, mientras el United consiguió su clasificación por ser uno de los dos mejores segundos clasificados entre los ocho grupos.

En cuartos, los ingleses quedaron encuadrados frente al Inter. Un gran Dwight Yorke logró dos goles en la ida, en Old Trafford, que sirvieron para, con el empate a uno de San Siro, pasar ronda. Otro italiano afrontó en semifinales, la Juventus. En Inglaterra, el eterno Ryan Giggs anotó en el minuto 92 el empate a uno que supo a gloria tras ir perdiendo casi todo el partido. En el viejo Delle Alpi, también empezaron ganando los italianos. A los 11 minutos, dos goles de Inzaghi encaminaron a los de Turín hacia una final que no llegó por la remontada de los Red Devils, 2-3 al final y los de Ferguson se plantaban en la cita del Camp Nou.

El Bayern por su parte apabulló en cuartos a sus compatriotas del Kaiserslautern con un global incontestable de 6-0. Para semifinales esperaba el verdugo del Real Madrid en esa edición, el Dinamo de Kiev, que aguantó a los alemanes en Ucrania (3-3), pero sucumbió en el Olímpico de Munich merced a un solitario gol de Basler que selló el pase a la final.

Se planteaba la final, de un lado, Kahn, Matthäus, Effenberg o Basler; del otro Schmeichel (en el que había anunciado que sería su último partido en el Man U), Stam, Beckham, Giggs o Yorke, máximo goleador de la competición. Como bajas de consideración, el mediocampo del United no contó con Roy Keane ni Paul Scholes, lo que obligó a modificar la alineación titular de Ferguson, que situó a Beckham y Butt en el centro, cambió a Giggs en banda derecha y contó para el equipo inicial con Blomqvist en la izquierda.

Arrancaba de manera inmejorable el partido para los bávaros, cuando la maestría en el lanzamiento de faltas directas de Mario Basler logró que a los seis minutos de encuentro mandaran los alemanes. Desde ahí, los ingleses trataban de crear ocasiones con poca suerte, su mermado centro del campo no lograba catalizar el juego con suficiente efectividad como para sorprender a la organizada defensa alemana. Escasas llegadas se vieron en el partido, incluso más por parte del Bayern al contraataque que por el lado de los de Ferguson.

En el segundo tiempo, Ferguson hizo dos cambios habituales en su estilo, introduciendo delanteros frescos, Sheringham en el minuto 67 por Blomqvist y Solskjaer en el 81 por  Andy Cole. Ambos fundamentales en el devenir de esta historia. Aunque el campo se volcaba paulatinamente hacia la portería de Kahn, la mejor ocasión la tuvo Scholl al estrellar un balón en el poste de la meta de Schmeichel.

Llegaba el minuto 90, el entonces presidente de la UEFA, Lennart Johansson, abandonó el palco para preparar la entrega de premios, la Copa fue engalanada con los colores del Bayern Munich y los alemanes celebraban el título en la grada. En un último aliento, el United forzaba un córner. A la desesperada incluso Schmeichel subía a intentar rematarlo, Beckham la colgaba y el gigantón portero danés estaba a punto de rematar, la bola llegaba al segundo palo, donde Yorke trataba de volver a ponerla a la frontal del área pequeña, pero Fink la despejaba insuficientemente. Giggs trataba de empalarla desde la frontal y el balón, que se dirigía a saque de puerta, era levemente desviado por Sheringham a un par de metros de la línea de gol para convertirse en el empate. Éxtasis para los ingleses, tragedia para los alemanes que veían como les empataban en el descuento un partido que llevaban ganando desde el minuto 6.

Tocaba prepararse psicológicamente para la prórroga... que nunca llegó. Se cumplía el minuto 93 y los de Manchester forzaban otro córner. La imagen de ese lanzamiento de esquina ilustra a la perfección la importancia del estado de ánimo en el fútbol, mientras los defensores vagaban por el área rumiando el gol de dos minutos antes, los atacantes buscaron ese balón con la confianza de quien sabe que ha hecho lo más difícil, que cualquier milagro es posible. Beckham centra al primer palo. Sheringham vuela para rematar hacia el segundo palo y Solskjaer se anticipa a los estáticos defensores germanos para empujar con su pie derecho el balón al fondo de las redes. Gol. El resultado de 0-1 en el minuto 90 se había transformado a 2-1 en el 93.

Mientras la incredulidad gobernaba la celebración inglesa, los jugadores del Bayern eran absolutamente incapaces de ponerse en pie para reiniciar el juego. La imagen de esa final, más que la de los ganadores,  podría ser la de Kuffour, fortachón defensor ghanés del equipo alemán, que lloraba como un niño mientras el colegiado Collina intentaba sin éxito levantarles del suelo, o a un ya veteranísimo Matthäus quitándose la medalla con rabia.

Fue, posiblemente, la derrota más dolorosa de la historia de la Champions League, uno de los tiempos añadidos más sorprendentes y decisivos de los vividos jamás en un partido de fútbol. Demostró que casi nada es imposible en un partido hasta que pita el árbitro y que, contradiciendo a Gary Lineker, el fútbol es un deporte donde juegan once contra once y no siempre gana Alemania.

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